Nicaragua y Venezuela en dos momentos electorales de la Cuba castrista

“Perdimos Nicaragua”, me dijo una mujer consternada, con aire de duelo, en el correo del Ministerio de Comunicaciones de La Habana el 26 de febrero de 1990. En la víspera, Daniel Ortega había sido derrotado por Violeta Chamorro en unas elecciones presidenciales en que había partido como favorito.

La señora tenía tipo de funcionaria, de militante del Partido. “Perdimos”, se quejó. Como si Nicaragua hubiera sido pertenencia nuestra alguna vez. La frase en tono grave buscaba simpatía conmigo. La oficiala suponía que un cubano cualquiera como yo compartiría su desazón. El lamento recorría las filas castristas, como un eco del Jefe Máximo.

Nicaragua había sido hasta entonces muestra de que en América Latina se podía aplicar con éxito la plantilla creada por Fidel y su revolución. Una guerrilla izquierdista, el Frente Sandinista, había desalojado del poder a un corrupto dictador de derecha. Su líder, Daniel Ortega, exhibía un discurso redentorista y antimperialista. Para más parecido con Cuba, el hermano del presidente era Ministro de Defensa y la enseña partidaria, un calco de la bandera del 26 de julio.

Sin embargo, el reino de Ortega era más que imagen y semejanza del castrismo. En buena medida, era su creación. De la isla le habían llegado armas y asesores militares – antes y después de la rebelión contra Anastasio Somoza – y un ejército de civiles enviados a colaborar en la obra social prometida por el sandinismo.

En un tiempo en que uno a uno caían los aliados del este europeo, aquellos de amistad “eterna e indestructible”, ver partir a un discípulo tan cercano era doloroso. Ortega había pagado caro por no escuchar consejo. La herida se curaría dieciséis años después con el regreso de Ortega por la vía de las despreciadas urnas. Sus adversarios políticos, incompetentes y desunidos, le habían abierto el camino a la presidencia. Y ahí continúa, con el patrocinio de la Venezuela chavista, valedora que garantiza la lealtad de una masa clientelar.

Fidel Castro pasaría de la aversión contra el concepto de elecciones pluripartidistas a su aceptación tácita -al menos fuera de Cuba- al ver que su hijo putativo Hugo Chávez las ganaba por amplio margen en Venezuela. De aconsejar a Ortega no someterse al escrutinio de las urnas, a instar al bolivariano a no perder los comicios presidenciales del año pasado, so pena de un “arrase general” de la oposición. Lo asustó con el espectro de Pinochet y el paciente de cáncer, convencido de su misión trascendente, se sometió al rigor de una campaña electoral acortando tal vez los pocos meses que le quedaban de vida.

Ahora, el heredero de Chávez se apresta para su elección. Las encuestas predicen que Nicolás Maduro se impondrá con el capital político que le dejó su maestro. Es el sucesor que le convenía a los Castro: un fervoroso devoto del difunto presidente moldeado ideológicamente en las escuelas del Partido Comunista Cubano. Su hombre en Caracas.

La Cuba castrista, que debe en gran medida su supervivencia a Chávez, no tendría entonces nada que temer. Todo indica que durante los próximos seis años continuará el oxígeno que representan los casi cien mil barriles diarios de petróleo venezolano. Maduro depende demasiado del aparato de inteligencia cubano y, para mantener el barco de la República Bolivariana en el mismo rumbo que hasta ahora, necesita de las decenas de miles de militares y civiles que envían de la Isla.

Las elecciones que se avecinan en Venezuela no tendrán mayores repercusiones en Cuba, al contrario de las que separaron temporalmente del poder a los sandinistas en Nicaragua en 1990. En La Habana sí estarán muy pendientes del porcentaje que alcanzará el candidato del chavismo. Un número menor de votos que los alcanzados por Chávez en octubre pasado haría sonar la alarma. Ese sería un mal comienzo para un mandato que se anuncia incierto.

Irónicamente la Cuba que no celebra elecciones multipartidistas tiene parte en ellas a través de sus aliados allí donde sus intereses están en juego. Para el castrismo, en su expansionismo y dependencia, Nicaragua era una cuestión más bien moral, ideológica. Venezuela, por el contrario, es un asunto vital.

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